Elogio del silencio (1)



“El silencio es dolorosa intuición de una palabra destinada al otro”

Edmond Jabès, El libro de las preguntas.

Una de las características de la época en que vivimos es la sobreabundancia de palabras, imágenes y sonidos en lo que podríamos denominar una “ruidosfera” que nos rodea y acaba por contaminar nuestro ser y quehacer. De aquí la necesidad y urgencia de volver al cultivo del silencio, en el que los Padres y Madres de la Iglesia pueden ser nuestros guías y consejeros.

Ya Ignacio de Antioquía, adaptando una fórmula de sabor gnóstico, nos habla de la “Palabra que procede del Silencio” (A los magnesios 8,1). Silencio primordial (Sygê, femenino en griego) donde el Hijo habría tenido su humus creador, pues sin silencio ninguna palabra es posible.

Pero serán los primitivos monjes del desierto quienes llevarán este silencio a su mayor plenitud. Así Arsenio, al pedir a Dios que le mostrara el camino de salvación, recibe esta triple orden: fuge, tace, quiesce (“huye de los hombres, guarda silencio y mantente en la quietud”). Pues es el silencio el que permite al monje estar de verdad solo para dedicarse al cuidado de su corazón y al encuentro con Dios, incluso cuando está rodeado de otras personas: “Si guardas el silencio, en cualquier lugar que te encuentres hallarás reposo” (Apotegmas. Poimén 8). Es más, es el silencio el que nos permite acoger dignamente la Palabra de Dios, que quiere una morada recogida (Gregorio de Nacianzo).

Sin embargo, a nadie, ni siquiera a los hombres y mujeres del yermo, se les puede exigir el silencio absoluto, pues callar por siempre es inhumano. Por eso, el silencio no es visto tanto como una obligación, sino como una oportunidad (de escuchar mejor lo de dentro y lo de fuera). Y la cuestión es más bien el buen o mal uso de la palabra, como enseñaron a Evagrio Póntico al comenzar su estancia en el desierto: “Cuando visites a alguien, no hables antes de que el otro te pregunte”.

Se ve que lo aprendió bastante bien, porque más adelante escribirá: “Di lo necesario, en un tono convincente y apropiado a las exigencias del oído, haciendo escuchar tu palabra de un modo inteligible y en voz alta, a fin de hacerla llegar agradablemente a los oídos de los que te escuchan. Guárdate de decir alguna cosa que no hayas examinado antes por ti mismo. Guárdate asimismo de esconder, por envidia, la sabiduría a los que no la poseen” (Sobre el silencio).

Pero será Arsenio, al que podemos considerar como el patrono del silencio, quien resume este consejo en un apotegma sin desperdicio: “Si hablas con tus compañeros, examina tu palabra y, si no es palabra de Dios, no hables”, que completa con otro que también se le atribuye: “Muchas veces me he arrepentido de haber hablado, pero jamás de haber callado” (Apot. Arsenio 40), aunque en realidad –y siento defraudar a los fans del monacato egipcio– según Plutarco es de Simónides, un poeta griego del siglo V a.C. Pero hacemos como que esto no lo he dicho.

Será sobre todo el ecuánime san Basilio el que mejor aconseja la manera más correcta de este silencio, porque por medio de él somos dueños de nuestra lengua, aprendemos a usar rectamente la palabra y nos permite encontrar la paz; en definitiva, tantas ventajas que, salvo casos de auténtica necesidad, “es preciso permanecer callados”, y si hablamos, que sea “con el canto de los salmos” (Reglas breves 13).

En fin, que tanto hablar del silencio no deja de ser contraproducente, por lo que lo mejor será callarnos (hasta próxima entrega).

Fernando Rivas Rebaque

El cristianismo primitivo ante las epidemias (pongamos el siglo III)

Cada época se enfrenta a las epidemias con sus propias ideas, imágenes y reacciones. Al echar la vista atrás nos damos cuenta de que no somos tan originales como creemos, y para muestra la reacción de dos autores cristianos de mediados del siglo III, Cipriano de Cartago (Sobre la peste) y Dionisio de Alejandría (Eusebio de Cesarea, Historia eclesiástica VII,21 y 22), ante una epidemia que tuvo lugar en el Imperio romano durante este tiempo.

Las reacciones habituales en estos casos consistían en: 1) medidas de corte “religioso”, sobre todo de carácter expiatorio; 2) implicación de los poderes públicos en la lucha contra la epidemia, que ponía en cuestión el orden social, y 3) aplicación de los conocimientos médicos y científicos a la enfermedad.

Cipriano y Dionisio no mencionan la segunda reacción, ni tampoco hacen especial hincapié en la tercera, aunque la animen y alaban, sino la primera, pero con una serie de cambios radicales.

1) No ven la epidemia como un justo “castigo de Dios” para aplacar las ofensas humanas, algo que para estos dos escritores cristianos es contrario al Dios del amor y la misericordia de Jesucristo, sino que consideran la epidemia como una “prueba”, una situación que cuestiona nuestro modo de vida y nos indica por dónde deben ir los cambios necesarios.

2) El remedio a la epidemia no consiste en una serie de sacrificios expiatorios para expulsar el mal: ser cristiano no te libra de la enfermedad (mientras los demás que se apañen como puedan), sino que supone vivir la epidemia con un talante diferente: pascual, con la esperanza que da la muerte y resurrección de Jesucristo; y solidario, por considerar que aquí no se acaba todo.

3) Plantean dos campos en los que centrarse: a) la creación de un modelo de personalidad recia, resiliente, capaz de enfrentarse a situaciones tan complejas y dolorosas como la epidemia, en palabras de san Cipriano (“paciente y perseverante”, cf A. Kreider, La paciencia. El sorprendente fermento del cristianismo en el Imperio romano, Sígueme, Salamanca 2017).

Y b), frente a preocupación obsesiva por la salud personal, que se expresaba en la huida del foco del peligro (habitual en las personas de estamento superior) o la resignación pasiva ante los designios de los dioses y la multitud de supersticiones para huir de la epidemia de las personas de estamento inferior, las comunidades cristianas pusieron en marcha una serie de medidas de corte caritativo entre las que destacan, inicialmente, el cuidado y la atención personal a los enfermos o fallecidos, poniendo en peligro su propia vida, una muerte que el obispo alejandrino consideraba igual a la del martirio:

“La mayoría de nuestros hermanos, por exceso de su amor y de su afecto fraterno, olvidándose de sí mismos y unidos unos con otros, visitaban sin precaución a los enfermos, les servían con abundancia, los cuidaban en Cristo y hasta morían contentísimos con ellos, contagiados por el mal de los otros, atrayendo sobre sí la enfermedad del prójimo y asumiendo voluntariamente sus dolores. Y muchos que curaron y fortalecieron a otros, murieron ellos, trasladando a sí mismos la muerte de aquellos”, Eusebio de Cesarea, Historia eclesiástica VII,22,7.

Y, con posterioridad a la epidemia, tanto Cipriano como Dionisio plantean la ayuda económica a quienes se encontraban más desvalidos ante esta gravísima crisis social, algo a lo que las comunidades cristianas estaban ya bastante acostumbradas y fue uno de los factores fundamentales de su crecimiento.

En resumen, que cuando desaparece Dios, su sustituto no suele ser la razón, sino las supersticiones; y que no hay nada más pagano que considerar la epidemia como “castigo de Dios”, ni nada más cristiano que poner en peligro la vida por el cuidado del otro (martirio sanitario).

Fernando Rivas Rebaque

A vueltas de nuevo con la paciencia (2)

Hace tiempo fue la primera entrega sobre la paciencia en los Padres y Madres de la Iglesia, centrada en los aspectos más teóricos. Ahora, con la que está cayendo, nada mejor que continuarla en su parte práctica.

Para ello nos serviremos del primer tratado cristiano sobre la misma, escrito por Tertuliano (hacia el 200) y otro escrito de san Cipriano (c. 256), que comienza así: “Debiendo tratar sobre la paciencia… por dónde empezar mejor que con deciros que ahora mismo necesito de la vuestra para escucharme… [pues solo] se capta un razonamiento con provecho y eficacia cuando se escucha con paciencia” (Sobre el bien de la paciencia 1, sbp a partir de ahora).

Tras explicar que la paciencia tiene su razón de ser y su fundamento en la paciencia que Dios tiene con nosotros y la que Jesús tuvo, Tertuliano se centra en la disciplina de la paciencia, es decir, las reglas que se deben observar, diferenciando entre la paciencia del cuerpo y la del alma.

En relación a la primera habla de la sencillez en el vestido, la frugalidad en el alimento y el ayuno. Su discípulo Cipriano añadirá: “No es menos necesaria la paciencia para sobrellevar tantas molestias de la carne y las penosas y duras enfermedades del cuerpo, que a cada paso atormentan y atacan al ser humano” (sbp. 17).

Más se explaya Tertuliano sobre la paciencia del alma y los principales motivos que la ponen a prueba:

  • la pérdida de los bienes materiales (ya que “no se tiene miedo a dar cuando no se teme perder”, sp 7,9);
  • las injurias y ultrajes: soportados con paciencia vuelven sobre quien los lanza;
  • el “duelo” por las personas cercanas, para no caer en el sinsentido y la nostalgia de lo que no volverá.

Además, al ejercicio de la paciencia le acompaña la felicidad, y ninguna de las bienaventuranzas son posibles sin esta virtud, que juega un papel fundamental en la vida del cristiano, como completará san Cipriano: “Por ser tan rica y variada [la paciencia], no se ciñe a los estrechos límites… sino que se difunde por todas partes… Ella modera nuestra ira, frena la lengua, dirige nuestro pensar, conserva la paz, endereza la conducta… fortifica sólidamente los cimientos de nuestra fe, levanta en alto nuestra esperanza… nos lleva a perseverar como hijos de Dios, imitando la paciencia del Padre”, sbp. 20.

Cien años antes, un laico romano, con graves problemas familiares, había escrito: “La paciencia es grande y fuerte, su potencia es firme y robusta, se siente feliz… y vive alegre y jubilosa, sin preocupación alguna… manteniéndose en todo tiempo mansa y tranquila”, Hermas, Pastor. Mand. V,3.

Pues, como dirá el evangelio, es “con la paciencia como poseeremos nuestras almas”, Lc 21,19. Y con ella nadie ni nada nos la arrebatará, ya que “la espera y la paciencia nos son necesarias para completar en nosotros lo que hemos empezado a ser y conseguir, por la concesión de Dios, lo que creemos y esperamos”, sbp. 13.

Quinientos años más tarde, un monje oriental escribirá: “La paciencia hace que el esfuerzo no aplaste al alma y que ella no vacile jamás bajo los golpes, justos o inmerecidos. La paciencia es el límite puesto a la tribulación, por el hecho de que la acoge día a día. Quien tiene paciencia es un trabajador al que nada abate, y convierte hasta sus caídas en victorias”, Juan Clímaco, Escalera espiritual XXIII,78-80.

Por si alguien quiere continuar le aconsejo: Alan Kreider, La paciencia. El sorprendente fermento del cristianismo en el Imperio romano, Sígueme 2017. Vale.

Fernando Rivas Rebaque

Hesiquía o paz interior (integral)

¿Qué es y para qué sirve? Si es que sirve para algo

Como decíamos ayer (10/9/2018), ahora toca hablar de la hesiquía, palabra con un significado muy amplio que iría desde el reposo a la paz interior, el silencio o el recogimiento… Algo que viene muy bien para tiempos como los que corren.

No se trata de una situación momentánea, sino de un estado permanente, y va siempre acompañada por el conocimiento de las propias carencias, como bien expresa en el siglo VII uno de los grandes maestros espirituales del Oriente cristiano: «Amigo de la paz interior no es aquel que lleva a cabo con diligencia las cosas hermosas, sino aquel que acoge con alegría las cosas negativas que le afectan», Isaac de Nínive, El don de la humildad, Sígueme, Salamanca 2007, p. 111.

Por medio de la hesiquía podemos alcanzar la unidad interna (focalizando nuestros deseos, facultades y energías), vivir en paz con quienes nos rodean (naturaleza incluida) y experimentar la presencia y el encuentro con Dios. Volvemos de nuevo a Isaac de Nínive: “Escruta tu práctica y no corras tras un nombre. Entra, profundiza, no tengas pudor, aprende, progresa, lánzate en todas las distinciones maravillosas y libres de los caminos de la práctica de la quietud, a fin de que comprendas con todos los santos la altura, la profundidad, la longitud y la largura (cf Ef 3,18) de esta conducta que no tiene límites… Y no te concedas reposo hasta haber penetrado en todos los senderos”, ib. 182.

La hesiquía no supone dejar de tener problemas o dificultades, que nos acompañan hasta el final, sino ser capaces de enfrentarnos a ellas. Tampoco significa insensibilidad hacia lo que nos rodea, sino relacionarnos con nuestro entorno en su auténtico sentido y razón, no en función de nuestros deseos, pues como expresa Isaac de Nínive: “Permanece en paz contigo mismo, y los cielos y la tierra estarán en paz contigo mismo”, ib. 78.

Y aunque es por esta hesiquía por la que empezamos a adquirir el conocimiento de nuestra propia persona y de Dios, no es más que indirectamente, pues solo por el amor tenemos un conocimiento pleno de ambos: “De hecho, cada vez que apacigua todos los movimientos del oído y de la vista, el solitario ve de un modo luminoso a Dios y a sí mismo, y extrae [del alma] aguas limpias y dulces, que son los suaves pensamientos de la firmeza. Por el contrario, cuando se apoya en aquellos movimientos, a causa del torpor que ellos le producen el alma se vuelve semejante a uno que camina de noche en medio de la niebla: es incapaz de ver el camino y el sendero, de manera que se extravía con facilidad hacia lugares desiertos y peligrosos. Sin embargo, cuando se aquieta al mismo tiempo que su alma, como alguien sobre el cual soplara un viento fresco que despejase el aire a su alrededor, entonces empieza a resplandecer de nuevo ante sí mismo, descubre lo que él es, discierne dónde se encuentra y dónde se le pide que vaya, y ve de lejos la morada de la Vida”, ib. 108.

Un conocimiento que también se aplica a la propia Escritura (y a nuestra vida e historia), donde su complejidad y riqueza hacen absolutamente necesaria la paz interior, como aconseja Isaac de Nínive: “Que tu lectura se realice en quietud, [alejado] de todo, estando libre de la excesiva preocupación por el cuerpo y del tumulto de las actividades, a fin de que produzca en tu alma un sabroso gusto, mediante las comprensiones deliciosas que trascienden los sentidos [y] que el alma siente en sí misma cuando persevera en la lectura”, ib. 40.

Y una vez visto qué es la hesiquía, y su importancia, tocará en próximos apartados ver cómo conseguirla, advirtiendo a las almas inquietas que esta cuestión va para largo.

Fernando Rivas Rebaque

¿Qué hacer cuando la dispersión nos domina?

Uno de los problemas que más inquietaron a los Padres y Madres de la Iglesia (PMI) y que sin duda más nos preocupan hoy es el tema de la dispersión: estar en múltiples frentes sin abarcar ninguno de ellos en condiciones, saturados, fragmentadas y descangallados.

Así los PMI encontraron en la Escritura dos referencias para expresar este exceso de actividades y palabras que no conducían sino a la disgregación y la disolución del propio ser humano.

Por un lado, en la parábola del sembrador, la parte de semilla que cae entre espinos es interpretada desde el inicio como “el afán de este siglo y el engaño de las riquezas, que ahogan la palabra y la convierten en infructuosa”, Mt 13,22. Y alguno de los comentaristas posteriores hablan de las “múltiples actividades” (polypragmosyne), que impiden al ser humano crecer y alcanzar su madurez por estar inmerso en tal cantidad de acciones que le impiden centrarse en lo único necesario (cf Lc 10,42).

Por otro lado en el mismo evangelio se dice que “cuando vayáis a orar, no uséis vanas repeticiones, como los gentiles, que piensan que por su palabrería (multiloquitur), serán oídos”, Mt 6,7. Es decir, la obsesión por volcarse en las formas, el exceso de palabras, olvidando el contenido y el silencio que da sentido a esas mismas palabras.

De hecho, una de las sentencias (apotegmas) más conocidas de los padres del desierto está relacionada con las actividades que, a pesar de ser consideradas como beneficiosas, no solo no nos ayuda a crecer, sino que nos impide ser felices. Dice así:

Uno contó: ‘Tres amigos, llenos de celo, se hicieron monjes. Uno de ellos eligió reconciliar a los tenían pleitos, según lo que está escrito: ‘Bienaventurados los que buscan la paz’ (Mt 5,9). El segundo se propuso visitar a los enfermos. El tercero fue a poner en práctica la hesiquía en la soledad.

El primero, agotándose en los pleitos de los hombres, no podía pacificar a todos. Desalentado se fue donde estaba el que ayudaba a los enfermos y lo encontró también desanimado, incapaz de cumplir el mandamiento divino. De común acuerdo fueron al encuentro del que se había retirado al desierto, y le contaron sus tribulaciones y le rogaron que les dijera a qué situación había llegado.

Este quedó un momento en silencio, y llenando una copa de agua les dijo: ‘Mirad este agua’. Estaba turbia. Y poco después añadió: ‘Mirad ahora cómo se ha vuelto trasparente’. Se inclinaron sobre el agua y vieron en ella su rostro como un espejo. Y les dijo: ‘Esto sucede al que mora en medio de los hombres: el desorden no le permite ver sus pecados, pero si recurre a la hesiquía, sobre todo en el desierto, descubrirá sus pecados”, Las sentencias de los Padres del desierto, DDB, Bilbao 1981, p. 51.

Y es que para los PMI la hesiquía, palabra que significa al mismo tiempo “reposo, tranquilidad, recogimiento, silencio y encuentro con Dios”, es la actitud que nos permite alcanzar la unidad interior sin fracturarnos, vivir en paz con los que nos rodean (naturaleza incluida) y experimentar la presencia de Dios, porque supone una concentración de nuestros deseos, facultades y energías, va en contra de cualquier dispersión y nos ayuda a experimentar la auténtica felicidad interior y exterior.

Por ello se hace necesario hablar de la hesiquía, pero esa es otra historia, que veremos en el siguiente artículo. Ahora solo nos queda, como decía el Quijote: “Paciencia y barajar, amigo Sancho”, sobre todo si es en tiempo de verano, esa maravillosa escuela de calor (Radio Futura dixit).

Fernando Rivas Rebaque

La humildad como kintsugi del corazón: el arte de reparar las cicatrices de la vida y convertirlas en bellas

El kintsugi es una técnica japonesa que consiste en reparar las fracturas que se producen en los objetos de cerámica con resina de oro. En lugar de disimular las roturas, las piezas restauradas muestran las heridas que el paso del tiempo y el uso han producido, convirtiéndolas en únicas y bellas.

Algunos autores han considerado el kintsugi como una metáfora de la resistencia ante las adversidades de la vida, como Marta Rebón, o Tomás Navarro, Kintsukuroi: el arte de curar heridas emocionales, Ediciones Planeta 2017. En mi caso haré una lectura patrística considerando que esta cola de oro que restaura nuestras heridas es la humildad.

Frente a una sociedad y una cultura obsesionadas por ocultar todo lo relacionado con las heridas y el paso de los años tanto en el plano físico (pomadas antiarrugas o anti-edad, lifting de todo tipo) como psicológico (prohibido hablar de ancianos o mostrar la fragilidad), los Padres y Madres de la Iglesia proponen la humildad como resina de oro que unifique las heridas y fracturas que el paso de la vida nos va dejando.

Es la humildad la que nos permite mostrarnos como realmente somos, seres fracturados y rotos, pero unidos (ungidos) por la gracia de Dios, lo que nos impide entrar en la dinámica del pesimismo o el autocastigo, como bellamente expresa Ireneo de Lyon (siglo II): “Si eres obra de Dios, aguarda la mano de tu Artífice que todo lo hace oportunamente, y de igual manera obrará oportunamente en cuanto a ti respecta. Su Mano plasmó en ti la sustancia; te ungirá por dentro y por fuera con oro puro y plata (Ex 25,11) y tanto te adornará que el propi Rey deseará tu hermosura (Salmo 45,12)”, Contra los herejes IV,39,2 (la cita se la debo a Rosa Ruiz Aragoneses).

Algunos Padres y Madres del desierto habían hablado con anterioridad del papel de la humildad: «Allá donde no esté la humildad, no está Dios» (Apotegmas II, 279), o «sin humildad no puede cumplirse ningún mandamiento» (ib. II, 319). Pero será Isaac de Nínive, un padre del desierto sirio del siglo VII, el que lleve a su culmen la importancia de la humildad, llegando a afirmar: “Considérate en poco a los ojos de tu alma, y verás la gloria de Dios dentro de ella. [Pues] donde florece la humildad, allí brota la gloria”, El don de la humildad, Sígueme 2008, 145.

En esta misma línea, pero profundizando en sus conexiones teológicas, escribe: «La humildad es el vestido de la divinidad; por medio de la Palabra que se ha hecho hombre, la divinidad se ha revestido de la humildad, y por medio de la humildad habla con nosotros, a través de nuestro cuerpo. Todo aquel que se ha recubierto de humildad verdaderamente se asemeja, gracias a ella, a Aquel que ha descendido de su altura, que ha escondido el esplendor de su grandeza y ha velado su gloria, para que la creación no pereciera al verle» (ib, 138s).

Una humildad que tiene su campo privilegiado de actuación en el corazón, pues «hasta que el corazón no es humillado, no cesa de vagar. La humildad recoge el corazón, y cuando una persona es humillada, inmediatamente le rodea la misericordia y le abraza. Cuando se le une la misericordia, el corazón siente de pronto la ayuda, porque descubre que palpita también en su interior un cierto sentimiento de confianza y de potencia; y cuando experimenta que le ha llegado la ayuda de Dios, y que ella le sirve de auxilio y socorro, entonces, inmediatamente, el corazón se llena de fe» (ib. 144). Que así sea

Fernando Rivas

Acedía (2 y final): terapia

En la última entrega vimos los síntomas de esta enfermedad, algunas de las causas, así como sus consecuencias en el ámbito corporal, psíquico y espiritual. Gabriel Bunge la define así: “La acedía… estimula simultánea y permanentemente los dos poderes irracionales del alma: la concupiscencia y la violencia. Por eso es una mezcla de concupiscencia frustrada y agresividad… Descontenta del hoy, desea el mañana; se orienta hacia atrás y hacia delante… A causa de su duración, adopta una forma de depresión espiritual que, en los peores casos, aboca al suicidio, último y desesperado intento de evasión”, Akedia (1997).

Ahora vamos a concluir con la terapia de la acedía. El primer paso es reconocer que se tiene esta enfermedad, porque produce tal oscuridad en nuestras tramas personales que no somos conscientes de su presencia, sino que nos habituamos a vivir con este parásito espiritual que nos va debilitando poco a poco, e incluso lo consideramos como algo “natural”, pasos hacia la madurez.

En segundo lugar, no se debe hacer caso a las numerosas excusas que nos propone para vivir “en paz”, como merecido descanso por las luchas anteriores, mostrándonos que nuestros objetivos son irrealizables (utópicos), que mejor es disfrutar lo que nos queda de vida con los pequeños placeres, cuando no proponiendo fantasías adolescentes de recuperar los “años perdidos”.

En tercer lugar, como la acedía es una enfermedad espiritual, no se puede buscar el remedio en los demás o en el cambio de lugar o estado, sino en nuestro yo más profundo. Esto no quita la conveniencia de acudir a personas experimentadas en esas lides, para que nos ayuden a discernir, pero siempre es la propia persona la que tiene que enfrentarse consigo misma.

En cuarto lugar, la lucha contra esta enfermedad es laboriosa y puede llevar mucho tiempos (años incluso), por lo que hay que pertrecharse de una larga carga de paciencia y perseverancia, hasta tal punto que podemos decir que la cura de la acedía tiene como remedio principal el ajo y agua (apócope de a jod… y agua…..). Pero de una forma muy particular, porque ni se pueden aceptar las órdenes de la acedía ni oponerse radicalmente a ella, porque el voluntarismo engorda la pasión y el propio sujeto no está en condiciones de esta lucha.

En el fondo se trata de una resistencia “pacífica”, de ocupación de posiciones, no de grandes batallas: perseverar en los proyectos personales y comunitarios (“aunque sea de noche”); pulir nuestras opciones de vida con las dificultades que vamos encontrando y dejarnos llevar por las invitaciones del Espíritu.

Algunos remedios auxiliares son el recuerdo de los momentos de gracia y alegría profunda que hemos recibido en nuestra historia, la lectura y meditación de la Escritura (hay incluso algunos pasajes especialmente pertinentes para esta enfermedad, Evagrio Póntico los puso en su Antirretikós), la oración y trabajos que nos obliguen a la asiduidad, la presencia y la acción, como bien expresa este apotegma:

“Un monje fue preso de la acedía. Pero encontró unas pequeñas palmas, las cortó y al día siguiente se puso a hacer con ellas una estera. Al sentir hambre se dijo: ‘Ya quedan pocas palmas, las terminaré de tejer y entones comeré’. Al terminar dijo: ‘Leeré un poco y luego comeré’. Y cuando terminó la lectura pensó: ‘Recitaré algunos salmos y después comeré’. Así, poco a poco, con ayuda de Dios… adquirió seguridad para vencer los malos pensamientos”, Sentencias de los Padres del desierto VII,28.

En cualquier caso, la lucha contra la acedía supone un momento clave en nuestro recorrido creyente, marca un antes y un después (aunque la mayoría de las personas nos quedamos estancadas y no vamos más allá por culpa de la acedía), nos ayuda a descubrir nuestros propios límites y se adquiere una paz y gozo interior duraderos. THE END.

Fernando Rivas

Acedía: crisis de los 40 o enfermedad del desencanto

Dentro de las diversas enfermedades espirituales, hay una a la que los Padres y Madres de la Iglesia (PMI) conceden una especial atención por la centralidad que tiene en el recorrido creyente y la gravedad de sus consecuencias , la acedía.

Se trata de una enfermedad situada en la mitad de nuestras vidas. Por eso se le denomina “demonio meridiano”, en referencia al Salmo 91,5-5: “No temerás… el azote que devasta a mediodía”, el período de mayor calor en el desierto. Evagrio Póntico, monje del s. IV y gran analista de esta pasión, la describe así: “El demonio de la acedía, también llamado ‘demonio del mediodía’, es de todos los demonios el más gravoso. Ataca al monje hacia la hora cuarta y asedia su alma hasta la hora octava”, Tratado práctico 11. Hoy se prefiere hablar de crisis de los 40, aunque pueda prolongarse hasta mucho más adelante (cf Javier Garrido, Adulto y cristiano: crisis de realismo y madurez cristiana, Sal Terrae 1997, libro más que recomendable).

Algunos síntomas por lo que podemos descubrir esta pasión son el cansancio, el desánimo, la pérdida de las ilusiones, una insatisfacción vaga y generalizada que va apoderándose de nuestras vidas. Aparece de improviso, sin que hayamos hecho nada, comienza con lo afectivo, se traslada a lo psíquico y acaba por instalarse en lo espiritual.

Entre las causas que generan la acedía suele encontrarse el activismo, una cierta frialdad religiosa (encubierta a veces en racionalismo), la rutinización de nuestra existencia o la frustración por proyectos personales y comunitarios en los que hemos puesto excesiva confianza.

Los efectos patológicos más evidentes se expresan: a) en el ámbito corporal por el descuido o abandono por todo lo relacionado con el cuerpo (aunque a veces pude encubrirse por la obsesiva preocupación por el cuidado del body). b) en el campo psíquico: con la búsqueda de la comodidad, el centramiento del deseo sobre mi yo, nos volvemos incapaces para hacer o proyectar cosas que exijan continuidad, se produce un disgusto de cara a un@ mism@ y a los demás que se intenta compensar por el cambio continuo de actividades, relaciones y situaciones, para escapar de esta soledad interior.

Evagrio escribirá con su habitual perspicacia: “Al principio, [la acedia] hace que el sol parezca avanzar lento e incluso inmóvil y que el día aparente tener cincuenta horas. A continuación, le apremia a dirigir la vista una y otra vez hacia la ventana y a saltar fuera de su celda… Además, le despierta aversión hacia el lugar donde mora, hacia su misma vida y hacia el trabajo manual; le inculca la idea de que la caridad ha desaparecido entre sus hermanos y no hay quien le consuele… Este demonio le induce entonces al deseo de otros lugares y ejercer un oficio más fácil de realizar y más rentable”, ib.

Pero donde son más dañinos los efectos es c) en el ámbito espiritual, donde nos volvemos indiferentes a la acción de Dios en nuestra vida y en nuestra historia y nos alejamos de los caminos del Espíritu, llenando de “ruidos” nuestra existencia.

Es una enfermedad que cuestiona todas nuestras realizaciones anteriores, produce una cierta añoranza por los “años perdidos”, culpabiliza sistemáticamente a los demás y considera que nuestros objetivos son irrealizables, proponiendo a cambio mundos ideales y fantasías adolescentes que olvidan el espesor de la realidad. Así: “Añade a estas cosas también el recuerdo de su familia y del modo de vida anterior y le representa la larga duración de la vida, poniendo ante sus ojos las fatigas de la ascesis; y, como suele decir, pone todo su ingenio para que el monje abandone su celda y huya del estadio”, ib.

No se trata, sin embargo, solo de una enfermedad individual, sino que tiene su vertiente social. Y si alguien piensa que no la tiene es, precisamente, porque está tan en su interior que no es capaz de descubrirla.

TO BE CONTINUED (con la terapia).

Fernando Rivas

Llegeix la continuació aquí.

La paciencia/perseverancia en los padres y madres de la Iglesia (1)

Hablar de la paciencia/perseverancia (p² a partir de ahora) en los tiempos que corren puede parecer un ejercicio de escapismo. Y sin embargo la necesitamos más que nunca, como brújula para guiar nuestros pasos.

A pesar de su riqueza, no tiene muy buena prensa, y parte de la culpa viene de su etimología, pues en el mundo clásico hay dos palabras para designarla: patientia, de origen latino (pati, “padecer”), con un carácter más pasivo que podríamos traducir por “calma, aguante”; y hypomoné (hypó = “bajo” y ménein = “permanecer”), de origen griego y con un significado más proactivo: “perseverancia”, “resiliencia”. Por desgracia se ha impuesto la primera, con el olvido de la segunda.

Sin embargo, los PMI tienen una idea mucho más rica y profunda de la p² tanto por las fuentes de donde beben (pensamiento greco-romano y Biblia), como por la importancia que le conceden para la conformación del ser creyente.

Así, toman de la Antigüedad clásica el carácter de aguante y resistencia, de soportar de manera voluntaria y prolongada las dificultades de la vida, permaneciendo firmes en la opción que se ha elegido (Cicerón dixit): “Se trata de ser fuertes hasta el fin en la p² de Cristo” dirá Ignacio de Antioquía en A los romanos 10,3. Pero liberan a la p² pagana de su carácter egocéntrico, racionalista y triste, incapaz de aceptar ninguna ayuda exterior, como Ulises (“el que ha aguantado mucho”) o Hércules, el de los doce trabajos.

Porque la p² cristiana se vive comunitariamente, en el seno de un pueblo, como expresa Clemente de Alejandría al identificar a la Iglesia con Rebeca, “que significa paciencia, que es solidez, sea porque ella es la única que dura por los siglos, siempre alegre, sea porque está constituida por la p² de los creyentes, los miembros de Cristo”, Pedagogo I,5,21,3.

Además, la p² cristiana no se queda en el presente, como la greco-romana, sino que permite contemplar la vida, tanto en sus acontecimientos más relevantes como en su lenta maduración (casi imperceptible), con los ojos del futuro (esperanza) y la fidelidad, pues “para que la fe y la esperanza puedan llegar a producir sus frutos tienen necesidad de la p²…, espera y p² son necesarias para el cumplimiento de lo que hemos comenzado a ser y obtener, con la ayuda de Dios, lo que esperamos y creemos”, Cipriano, Sobre el bien de la paciencia 13. Y es que, “eliminada y abandonada la p², desaparece y es eliminada la virtud que hay debajo, a la que sostiene y soporta, pues pierde sus raíces y su fuerza por completo”, ib. 15.

Es una p² mesiánica, capaz de descubrir que las promesas del Señor se cumplen en el Mesías Jesús, fiel hasta la muerte por nosotros (cf Sant 5,7-8), pues “la p² de la esperanza” (1Tim 2,13) nos permite trascender el aquí y el ahora y nos sustenta en el dinamismo hacia el más allá, hasta el punto de que vivir en la p² es vivir ya en Cristo.

Sin embargo, es una p² consciente de su vulnerabilidad. Por eso se apoya en la colaboración con Dios, de donde procede, pues “donde está Dios, allí está también su protegida [alumna], la p², y cuando el Espíritu de Dios desciende le acompaña la inseparable p²”, Tertuliano, Sobre la paciencia 15,6.

Y es que la p² cristiana constituye una pieza esencial en la espiritualidad del tiempo. De aquí las señas de su autenticidad:

  • alegre y sin prisas (“nuestra paciencia no es por un instante ni sin alegría”, Cipriano, A Demetriano 20): toda precipitación no solo es temeraria, sino contraria a Dios;
  • firme y pacífica, ya que los cristianos somos “el pueblo de la paciencia” (A Dem. 18) y la “religión debe defenderse no matando, sino muriendo, no por la violencia, sino por la p²” (Lactancio, Instituciones divinas 19,22).
  • Y, por último, una p² que debe expresarse en “los actos, las palabras, el rostro y el corazón, que es la perfección”, Dichos de los Padres del desierto, Poimén 34.

Fernando Rivas

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Cinco motivos (políticamente incorrectos) para leer los Padres y Madres de la Iglesia (2)

Veure Cinco motivos (políticamente correctos) para leer los Padres y Madres de la Iglesia (1)

Espero y deseo que el artículo anterior no te haya convencido del todo para leer a los Padres y Madres de la Iglesia (PMI desde ahora) porque los motivos eran muy previsibles, las propuestas demasiado políticamente correctas, o simplemente que, con el poco tiempo que dispones, prefieres leer otras cosas más interesantes.

Buena señal, porque eso significa que todavía mantienes un sano sentido crítico ante la publicidad engañosa y además me permite seguir profundizando en otros medios más sofisticados para “manipularte”, en este caso desde el lado oscuro, con cinco motivos políticamente incorrectos para esta lectura.

El primero, y creo que más eficaz, lo descubrí hace mucho: si dentro de la Iglesia se quiere fundamentar algo sobre bases sólidas se acude a la Escritura y a l*s PMI. Por lo tanto, ¿por qué no conocerl*s mejor y así utilizarl*s a mi favor o de quien lo merezca? El silencio que se produce cuando dices algo muy provocador y después afirmas “es una cita de los Padres” es solo comparable a la sonrisa de felicidad en tu interior (pérfida vanagloria, sed utilis!).

Después de este motivo creo que no debería seguir, porque vamos por mal camino, pero la pasión me domina, así que entramos en el segundo motivo: l*s PMI son una fuente inagotable para conocer todo aquello que se pretende tapar o poner con sordina. Es decir, nada como l*s PMI para el morbo o la curiosidad insana en sitios donde esperábamos que todo fuera pureza inmarcesible, eso sí, siempre por una buena causa.

Vamos en caída libre, así que para evitar que alguien pueda pensar (¡cínico!), y que además tenga razón, continuamos con el tercer motivo: saber que no hay nada nuevo bajo el sol y que muchas de las frases bellas o profundas que hay en los libros de teología o escuchas son en realidad una copia de lo que l*s PMI escribieron hace más de 1.500 años reconforta mucho, pero si encima esto lo dices tú, no tiene precio. Advertencia de amigo: di de dónde lo tomas, da más prestigio que si te lo apropias de manera indebida.

Me estoy jugando mi (escasa) credibilidad, pero “from the lost to the river”, así que vamos al cuarto motivo: para evitar que el gusto intelectual se nos estrague y la mente creyente se nos embote con tanta bazofia teológica que se está produciendo en los últimos años (pongamos que veinte, seguro que alguien piensa que más) hay dos soluciones: acudir a los clásicos de teología de los años 70-90, tarea más que aconsejable, o ir a l*s PMI. Acudir a est*s últim*s tiene varias ventajas como: preferible acudir a los originales que a los , te ahorras las repeticiones innecesarias y evitas que te den gato por liebre.

Por si alguien pensaba que no se podía llegar más bajo, que espere al quinto y último motivo: el precio por todo este arsenal de saberes, placeres y curiosidades es realmente barato: bien acudir a alguna biblioteca de teología (si se está en una ciudad no hay problema), bien acudir a internet, donde hay buenas colecciones, en ambos casos nos sale gratis, o bien comprar algún libro que nos interese (no salen más caros que cualquiera del Círculo de Lector@s).

Visto lo visto, y para evitar que esto se desmadre más, nada mejor que acabar, eso sí, prometiendo nuevas y, espero que mejores emociones, en la próxima entrega: ¿qué hace un chico como tú en cuestiones de patrología y no en cosas más modernas o de más prestigio eclesial?

Fernando Rivas

Cinco motivos (políticamente correctos) para leer los Padres y Madres de la Iglesia

Fernando Rivas Rebaque és un consiliari dels grups de l’ACO de Madrid. Especialista en els primers segles de l’Església, acaba d’obrir una plana web al Facebook on va oferint, molt apassionadament, fragments de textos dels Pares i Mares de l’Església, que són uns grans desconeguts per a molts cristians. Li hem demanat que vulgui compartir durant uns quants números aquesta passió amb els lectors de L’Agulla, ja que n’és subscriptor. Hem volgut respectar la seva tan personal forma d’expressar-se, en castellà.

Hace dos meses envié al director de la revista Palabra (excuso decir a qué grupo religioso pertenece) un artículo que tenía este mismo título, sin el añadido de “políticamente correctos”. La semana pasada lo publicaron tal y como yo lo había enviado, con el pequeño matiz que era otro el autor que lo firmaba. Así que aprovecho ahora para contar de mi puño y letra los cinco motivos (políticamente correctos) para leer los Padres y Madres de la Iglesia.

El primer motivo para leer a los Padres y Madres de la Iglesia es por la propia calidad de lo que ofrecen: es verdad que en ocasiones suenan a rancio, el paso del tiempo no ha sido en balde y muchas de sus propuestas son indigeribles, pero por otra parte la mayor parte de sus textos son fácilmente reciclables (no todos) y, evitando el totalitarismo del hoy, entrarían dentro de lo vintage y el amor por lo bien hecho. Es difícil encontrar un elenco tan completo de contenidos tan provechosos, relatos tan bellos y bien escritos, o inspiraciones tan atrayentes.

La comunidad eclesial ha considerado útil, y este es el segundo motivo, seleccionar a aquellos autores y autoras que considera como especialmente autorizad*s, porque recogen la tradición creyente con claridad y precisión, además de con gran cariño. Es verdad que la selección es bastante parcial en ocasiones (por ejemplo, el número de autoras es mínimo) y se han omitido ciertas tradiciones, pero para eso estamos nosotr*s, para buscar lo que más nos pueda interesar en medio de esta gran biblioteca de autores cristianos, porque hay para todos los gustos (y colores).

En tercer lugar, si excluimos la Sagrada Escritura, son los testigos más autorizados para hablar de la experiencia creyente, pues son los que están más cerca cronológicamente de la vida de Jesús y el nacimiento de la Iglesia, siendo muchos de ell*s protagonistas de esta Vida que no cesa. Es la sensación de beber agua, no del grifo, sino del manantial de montaña, sin contaminar y sin cloro.

Otro motivo, el cuarto, es la propia pluralidad que aparece en los Padres y Madres de la Iglesia: proceden de diferentes naciones y tienen diferentes lenguas, utilizan diferentes géneros literarios y tienen diferentes maneras de pensar. Esta gran riqueza nos permite aproximarnos a ell*s según nuestras necesidades: que queremos espiritualidad, tienen tratados de espiritualidad inigualables, que queremos Biblia, tienen comentarios escriturísticos insuperables, que queremos moral, pues moral. Lo tienen todo, y en las más diversas formas: cartas, discursos, poesía…

El quinto motivo, se podrían dar muchos otros, es su propia apertura y fidelidad con el mundo y la Iglesia que les tocó vivir. Supieron estar a la altura de las circunstancias, responder con los medios que tenían a mano y ofrecer sus propias vidas como testimonio personal de fe. Por eso se han convertido en ejemplo a seguir, son más actuales que muchos de hoy (en honor a la verdad no hay que hacer gran cosa para ello); porque el tiempo no pasa por los clásicos, y siempre que los leemos conectan con lo mejor de nosotr*s.

Después de este artículo, tan clásico y morigerado, en próximas entregas se prometen emociones fuertes, pues veremos otros cinco motivos políticamente incorrectos para leer los Padres y Madres de la Iglesia, medios para llevar a cabo esta propuesta sin morir en el intento ni quedar tocad@s, y por qué me dediqué a esta disciplina tan extraña siendo como soy y dedicándome a lo que me dedico (o estriptis intelectual).

Fernando Rivas Rebaque

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