“El silencio es dolorosa intuición de una palabra destinada al otro”
Edmond Jabès, El libro de las preguntas.
Una de las características de la época en que vivimos es la sobreabundancia de palabras, imágenes y sonidos en lo que podríamos denominar una “ruidosfera” que nos rodea y acaba por contaminar nuestro ser y quehacer. De aquí la necesidad y urgencia de volver al cultivo del silencio, en el que los Padres y Madres de la Iglesia pueden ser nuestros guías y consejeros.
Ya Ignacio de Antioquía, adaptando una fórmula de sabor gnóstico, nos habla de la “Palabra que procede del Silencio” (A los magnesios 8,1). Silencio primordial (Sygê, femenino en griego) donde el Hijo habría tenido su humus creador, pues sin silencio ninguna palabra es posible.
Pero serán los primitivos monjes del desierto quienes llevarán este silencio a su mayor plenitud. Así Arsenio, al pedir a Dios que le mostrara el camino de salvación, recibe esta triple orden: fuge, tace, quiesce (“huye de los hombres, guarda silencio y mantente en la quietud”). Pues es el silencio el que permite al monje estar de verdad solo para dedicarse al cuidado de su corazón y al encuentro con Dios, incluso cuando está rodeado de otras personas: “Si guardas el silencio, en cualquier lugar que te encuentres hallarás reposo” (Apotegmas. Poimén 8). Es más, es el silencio el que nos permite acoger dignamente la Palabra de Dios, que quiere una morada recogida (Gregorio de Nacianzo).
Sin embargo, a nadie, ni siquiera a los hombres y mujeres del yermo, se les puede exigir el silencio absoluto, pues callar por siempre es inhumano. Por eso, el silencio no es visto tanto como una obligación, sino como una oportunidad (de escuchar mejor lo de dentro y lo de fuera). Y la cuestión es más bien el buen o mal uso de la palabra, como enseñaron a Evagrio Póntico al comenzar su estancia en el desierto: “Cuando visites a alguien, no hables antes de que el otro te pregunte”.
Se ve que lo aprendió bastante bien, porque más adelante escribirá: “Di lo necesario, en un tono convincente y apropiado a las exigencias del oído, haciendo escuchar tu palabra de un modo inteligible y en voz alta, a fin de hacerla llegar agradablemente a los oídos de los que te escuchan. Guárdate de decir alguna cosa que no hayas examinado antes por ti mismo. Guárdate asimismo de esconder, por envidia, la sabiduría a los que no la poseen” (Sobre el silencio).
Pero será Arsenio, al que podemos considerar como el patrono del silencio, quien resume este consejo en un apotegma sin desperdicio: “Si hablas con tus compañeros, examina tu palabra y, si no es palabra de Dios, no hables”, que completa con otro que también se le atribuye: “Muchas veces me he arrepentido de haber hablado, pero jamás de haber callado” (Apot. Arsenio 40), aunque en realidad –y siento defraudar a los fans del monacato egipcio– según Plutarco es de Simónides, un poeta griego del siglo V a.C. Pero hacemos como que esto no lo he dicho.
Será sobre todo el ecuánime san Basilio el que mejor aconseja la manera más correcta de este silencio, porque por medio de él somos dueños de nuestra lengua, aprendemos a usar rectamente la palabra y nos permite encontrar la paz; en definitiva, tantas ventajas que, salvo casos de auténtica necesidad, “es preciso permanecer callados”, y si hablamos, que sea “con el canto de los salmos” (Reglas breves 13).
En fin, que tanto hablar del silencio no deja de ser contraproducente, por lo que lo mejor será callarnos (hasta próxima entrega).
Fernando Rivas Rebaque