Estamos llamados a responder ante un tiempo en que cualquier momento todo puede cambiar. Un tiempo que nos interroga de nuestra fragilidad o de nuestra “falsa fortaleza”. Un tiempo que deja claro que nadie se salva si queda alguno o alguna en la cuneta. Y ahora más que nunca con lo que estamos viviendo de la pandemia de un virus que se ha metido en la vida de cualquiera de nosotros y nosotras.
Ante esto tenemos el reto de recuperar la firmeza de la sinodalidad en lo más puro de su significado en este tiempo que estamos viviendo en todos los confines de la tierra. Jaume Fontbona, cura y profesor de la asignatura de eclesiología de la Facultad de Teología de Cataluña, ya me dijo cuando estudiaba durante mis años mozos de seminarista que la palabra “sinodalidad” significaba “caminar juntos con ritmos diferentes”. Caminar todos y todas (niños y niñas, jóvenes, adultos y adultas): respetando procesos, con la misma meta, con el mismo compañero de camino llamado Jesús que abre senderos… Juntos y juntas sin distinciones y con diversidades: laicas y laicos, religiosos y religiosas, diáconos, presbíteros, obispos; de cualquier lugar y condición sexual, social, económica, laboral, espiritual, étnica… Ritmos diferentes del norte y del sur, del este y del oeste, de cualquier capacidad y momento vital.
Cuando hace más de un año y medio se nos presentó el Covid en el barrio de Bellavista (Les Franqueses del Vallès) hiriendo de muerte a los más vulnerables de los vecinos y vecinas, surgió la posibilidad de abrir nuevas perspectivas de solidaridad con aroma a sinodalidad. Eran momentos crudos de confinamiento y cuarentena forzada. Los voluntarios y las voluntarias de Cáritas de la parroquia de San Francisco de Asís de Bellavista, donde sirvo como cura, eran considerados personas de riesgo por la edad que tenían y por esta razón no podían salir al exterior para ayudar. Por tanto, desde la parroquia se hizo un llamamiento a todas las personas jóvenes del barrio con el objetivo de formar un equipo de emergencias para atender las necesidades de los más pobres y débiles: ancianos, personas afectadas por el virus, familias desestructuradas…
Me sorprendió gratamente la respuesta porque no pasó mucho tiempo cuando empecé a recibir llamadas telefónicas, mensajes de whatsapp y correos electrónicos de hombres y mujeres que se presentaban para arrimar el hombro sin banderas ni logos. No les importaba que la iniciativa fuera de la parroquia. Lo que valoraban era que se organizara alguna acción solidaria ante la situación tan preocupante. También los técnicos y las técnicas del ámbito social del ayuntamiento se comunicaron conmigo para coordinarnos en las posibles actuaciones a realizar. Empecé a vivir plenamente la práctica de la sinodalidad con personas de la parroquia, del barrio y del ayuntamiento con un objetivo común: dar auxilio a los más desfavorecidos y desfavorecidas en un contexto de pandemia pura y dura. Cada voluntario y voluntaria lo experimentaba a partir de sus convicciones personales según fui descubriendo en el trato más estrecho. Llevar comida y dejarla en la puerta, ir a la farmacia para buscar unos medicamentos o escuchar atentamente por teléfono eran actos de amor que se expresaban a partir de una organización sencilla. Por eso aquel tiempo fue un “sínodo” de calle, una asamblea de voluntarios y funcionarios que olían a calle y para la calle. Una estructura de estar por casa donde todos y todas tenían una función para el bien común de la gente que lo estaba pasando mal. Llegué a valorar la calidad humana de las diversas personas que se habían ofrecido. Nos fuimos conociendo y reconociendo en lo que hacíamos y vivíamos. Personalmente me sentí un instrumento de Cristo cuando coordinaba el equipo con el teléfono y los encuentros presenciales con precauciones con algún voluntario en el local parroquial. Después de un año nos hicieron una pequeña entrevista a las personas que habíamos coordinado, nunca mandado, grupos de ayuda del municipio. Esto es alguna de las cosas que respondí: “Una sonrisa de agradecimiento me salió del corazón cuando me convertí en centralita de coordinación de un equipo que hizo un servicio que no tiene precio. Y es cuando gocé de la frase de mi amigo Jesucristo: Amaos los unos a los otros… (Juan 13, 34)”.
Y acabo con un cuento que de verdad tiene mucho que ver con lo que he compartido y que sigue teniendo vigencia. ¡Que cada cual saque sus propias consecuencias!
Había un incendio, en un gran bosque, con unas llamaradas impresionantes; y un pajarito, muy pequeño, fue al río, mojó sus alas y, sobrevolando sobre el gran incendio, las empezó a batir para apagarlo; y volvía al río una y otra vez. Un cuervo que lo observaba le dijo: “Oye, ¿por qué estás haciendo esto? ¿crees que con estas gotitas de agua podrás apagar un incendio de tan enormes dimensiones? ¡No lo conseguirás!” Y el pajarito humildemente contestó: “El bosque me ha dado tanto, ¡lo quiero tanto! yo nací en él, este bosque me ha enseñado la naturaleza. Este bosque me ha dado todo mi ser. Este bosque es mi origen y mi hogar y moriré lanzando gotitas de amor, aunque no lo pueda apagar.” El cuervo entendió lo que hacía el pequeño pájaro, y le ayudó a apagar el incendio.
Pepe Baena Iniesta