Elogio del silencio (2)

Como decíamos ayer (hace un mes para ser más preciso), y rompiendo el ayuno de palabras cuaresmal, volvemos a cometer el oxímoron de hablar del silencio, elogiándolo. Hoy no vamos a escudarnos en los Padres y Madres de la Iglesia, a los que dejaremos para otras ocasiones, sino que voy a retroceder hasta los silencios de Jesús, algo complicado porque: ¿cómo la Palabra de Dios puede estar en silencio?

Y, sin embargo, es verdad que la Palabra estuvo en silencio. No solo, como es lógico, en su infancia (al fin y al cabo, in-fans significa “que no habla”): los evangelios no reflejan ni una sola palabra de Jesús hasta los doce años, en su adolescencia (Lc 2,43); luego volvió a estar callado durante los años de su “vida oculta”. Incluso en su bautismo estuvo silencioso, para permitir que la Voz del cielo pudiera hablar.

Será solo cuando la voz de Juan sea silenciada cuando la Palabra empiece a proclamar en público que el Reinado de Dios está cerca. Una palabra que nunca será callada por más que lo intentaron sus adversarios, sino que se mantuvo activa, proclamando esta cercanía del Abba.

Hay, sin embargo, un episodio donde la Palabra se calla. Se encuentra en el evangelio de Juan, en el capítulo octavo, un episodio censurado en muchas comunidades cristianas, que sobrevivió gracias a la iglesia de Alejandría, que transmitió esta historia tan escandalosa (la mujer pillada en flagrante adulterio).

Frente a la algarabía de los escribas y fariseos, que no hacen más que vociferar, para presionar a Jesús (es sorprendente la cantidad de verbos de habla que aparecen al inicio del texto) a que se decante por una de las dos alternativas de esta trampa capciosa: o perdona a la mujer adúltera, y va en contra de la Ley de Moisés, o la condena, y va en contra de su Abba (además de contra la ley romana).

Y cuando todos esperamos que Jesús, el Maestro que había estado enseñando poco antes en el templo (Jn 8,2), desmontara implacablemente los argumentos de los acusadores y defendiera brillantemente a la pobre mujer, resulta que Jesús: “Inclinándose se puso a escribir con un dedo en la tierra” (Jn 8,6, gesto que repite en el v. 8).

Muchas personas lo han entendido desde una postura estratégica, a la defensiva: cuando no hay nada sensato que decir, lo mejor es callar. Pero el texto esconde en su interior una doble kénosis (abajamiento): espacialmente, al inclinarse, Jesús se coloca por debajo del nivel de los acusadores, asumiendo voluntariamente una situación de inferioridad, compartiendo la condición de la mujer acusada, mientras los demás están de pie; verbalmente, su silencio es un acto de humillación (el Maestro guarda silencio).

Sin embargo, esta doble kénosis da como resultado algo imprevisto: mientras el silencio de la mujer la sitúa en clara indefensión, el silencio de Jesús, la Palabra de Dios hecha carne, desmonta los argumentos de escribas y fariseos, y vuelve contra ellos la acusación. Frente a la agresividad de los acusadores, Jesús responde con paz y tranquilidad, frente al griterío de los denunciantes, Jesús les invita a mirar en su propio interior: “Aquel de vosotros que esté sin pecado, que le arroje la primera piedra”, ofrece la oportunidad para elegir, para quitarse la máscara que todos llevamos.

Y es que, de manera paradójica, la Palabra sabe cuándo hablar y cuándo callar, porque si la Palabra estuviera siempre hablando, el ser humano Jesús no podría escuchar y no habría diálogo ni recíproco enriquecimiento entre ambas dimensiones.

Y aquí lo dejamos, para que no se convierta en una Biografía del silencio (segunda parte).


Fernando Rivas Rebaque

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